domingo

Anoche olvidé ponerme los zapatos y cuando volví a casa los descubrí llorando a moco tendido debajo de la cama. Les hice mimos e incluso malabarismos con cinco naranjas, pero seguían de morros y hasta que no me los puse, los até con fuerza y me los llevé a pasear no cambiaron esa fea expresión de su cara. Yo les dije que no era buena idea, que el cielo nos miraba con ojos de madre enfadada y amenazaba con dejar caer sobre nosotros toneladas de viento, pero ellos, empezaron a trotar y me hicieron dar zancadas de jirafa hasta que me empezaron a doler las rodillas y me senté en un banco que se abrazaba con fuerza a la acera. Pero ellos empezaron a quejarse y tiraron de mi cuerpo con tanta fuerza que salí volando y el vestido se me subió hasta la cabeza, como si le hubieran dado la vuelta a un paraguas, hasta que alguien me cogió del tobillo y consiguió que pusiera los pies en el suelo de nuevo.
-¡Tenga cuidado con las corrientes de viento, señorita! Es que hoy en día, nadie puede salir de su casa sin un par de piedras en los bolsillos, que cuando menos se lo espera esta uno volando a un par de metros y medio, y a ver quién logra bajarle de ahí sin que se le caigan muchos sueños de los bolsillos.- me dijo quitándose el sombrero de copa que llevaba.
Yo me puse colorada de vergüenza y me baje el vestido. Escuché a mis zapatos reír en un murmullo y pisoteé con fuerza el suelo para que se callaran.
-Gracias por haberme ayudado, señor. Mis zapatos están hoy algo traviesos, sin su ayuda quién sabe donde habría podido acabar.- le estreche la mano, y él me la agitó con fuerza.
Después metió la mano en un bolsillo de su chaqueta de frac y sacó una piedra del tamaño de una sandía.
-Tenga, para que no le ocurra más.- dijo poniéndome la piedra en las manos.
Yo mengüé unos tres centímetros bajo el peso del pedrusco y sonreí. Él me miró y sonrío de una manera mucho más tímida.
-O si le parece mejor. Yo le invito al té de las cinco, y la llevo bien sujeta de la mano hasta que lleguemos al sitio que prefiera. Esperamos a que se relaje este viento de locos y me cuenta usted la historia más preciosa que se le ocurra. Y si no se le ocurre ninguna, pues ya le contaré yo alguna, porque de otra cosa no, pero de historias sé un cuanto ¡como que fui escritor cuando era niño!- charloteó.
Mis zapatos empezaron a dar saltitos de alegría y el vestido se me puso tontorrón y se me subió hasta los muslos. Yo tiré de el y le dije que se portara bien o se quedaba sin cuentos. Entonces le tendí la mano al aquel hombre que fue escritor de niño y fuimos a tomar el té de las cinco entre corrientes viento y miradas de complicidad.