lunes

Veía los ciervos tras el cristal. Fuera llovía. Estaba desnuda, hambrienta, clavando sus ojos rasgados y oscuros en ellos, acariciándolos con la yema de los dedos. Desde lejos, para no asustarles. Para no asustarse. Para no asustarme.

Quise agarrar sus caderas. Devolverla a casa, arroparla con mi chaqueta y meter calor en su pecho. Quererla, o algo parecido. Pero no me salía. No nos salía. Algo no había ido bien desde el primer momento y ahora nos separaba demasiada distancia, y aquella lluvia tan ruidosa le lavaba el cuerpo translucido y le curaba sus heridas. Mis heridas. De los dos. Pero yo no me atrevía a quitarme la ropa y la vergüenza para coger su mano y mirar llover a los ciervos. Porque me daba miedo. Me aterrorizaba el contacto de su mano con la mía, el caer de rodillas, llorar como un niño. Me daba miedo que lo quisiera dejar todo, que lo diese por perdido de verdad,
sin aquella media tinta que deja siempre un volveremos a vernos.