Había llorado. No hacía mucho, quizás antes de doblar el pijama, puede que después del paseo. Había llorado con lagrimas diminutas, con tristeza, con temblor, con la flojera que invade el cuerpo algunas veces. Y te imaginaba llorando, en silencio, en otra habitación y en otro mundo, pero con las mismas lagrimas diminutas, por la misma herida que solo es el recuerdo de otra mucho más grande.