martes

Encendí un cigarrillo, y di la calada más grande de mi vida, como si quisiera que me escocieran los pulmones hasta hacerme llorar. Pero la costumbre armonizo con mis pupilas y no fue más que una tos de risa y unos ojos mirando hacia abajo.
-¿Café?- dijo, poniéndose de pie.
Yo me sacudí la vergüenza y asentí, aunque quizás solo fuera para reorganizarme la compostura y dejarme ya de tonterías, pero cuando me tendió el vaso de café y lo noté arañándome la garganta como un gato solté a todo lo que tenía dentro de las costillas hacía más de un par de meses.
-Te quiero, Lea.
Ella  bajo la mirada y recogió el cigarrillo que había dejado en el cenicero. Le dio una calada tranquila, como si hubiera querido besarme con ese gesto, y  lo dejo en su sitio otra vez.
-Menudo disparate.- me respondió
Un puñetazo en la boca me habría dolido menos que notar lo duro que era su corazón a aquellas horas. Pero sonreía, no con los labios porque Lea no era de ese tipo de mujeres que sonríen con los labios, pero sí con los ojos, con esa mirada de señorita afrancesada, con sus ojos, tan antiguos como el mundo. Aquella sonrisa en las pestañas negras y más arriba de la nariz, un poco tímida, como que le costaba dejarla salir.
-La verdad es que sí ¿eh?. Dónde vamos a ir los dos enamorados, con lo viejo que estoy yo, y con lo insociable que has sido siempre tú.- dije, volviendo a coger mi cigarrillo.
Ella me miró el gesto, y volvió a sonreírme, esta vez con la boca.
-¿Sabes qué es lo que más me ha gustado siempre de ti, Lea?
-Que.
-Qué tomas cafés en vasos grandes de agua. Llenos hasta arriba, como si no te diera miedo una sobredosis de amargura.
-¿Y eso es lo que te enamoró de mi?
Yo le mire las piernas, cruzadas en el sofá y sacudí la cabeza.
-No. En realidad, lo que me enamoró de ti fue que tenías la frente llena de sueños. Tantos, que ninguna sobredosis de amargura podría quitarte las ganas de vivir.