jueves

Nunca pensé que llegaría a enamorarme de un ciervo triste. Le gustaban los fuegos artificiales en miniatura y los besos en la punta de la nariz, pero nunca llegó a entender mi cara pecosa y mis orejas pequeñas. Así que recorte una careta y, renunciando a una vista panorámica, me la puse para que me pudiera querer mejor.
Era complicado tener que girar tanto la cabeza para mirar a los lados, y cruzar la carretera se convertía en una aventura, pero no me importaba. Me gustaba ver su carita al mirarme con unos ojos de cuánto te quiero al rozar sus cuernos con los míos de cartón y sobre todo me divertía su intento de cambiar su expresión por una más alegre. Y no es que a mi no me gustara su aire de perro abandonado, su tristeza indeleble pegada en sus pupilas y en el paladar, sino que me cansaba tener que ser feliz por dos. A veces, tenía que sonreír por dos, reír por cuatro, e incluso, los días más feos, me tocaba reírme a carcajadas por siete.
Me gustaba mi careta, después de todo, después del susto inicial de mirarme y no entender porqué ya no estaban allí mis mejillas o mi nariz, y sin embargo estaban esos largos cuernos de cartón y ese hocico muy poco de chica. Me gustaba porqué a él le gustaba, y a mi quien me gustaba era él. Mi ciervo triste, mi pequeño y lloroso ciervo triste.